domingo, 30 de agosto de 2015

XXXI. INVENTARIO

Hallar la mayor incógnita de la humilde paloma,
su táctica de rombos elásticos, inocencia en plenitud;
engendrar, sin tocarla, la pluma invisible del milagro,
lecho consentido del cordero y su blanca profecía: ramas en cruz.
Regocijarse en los abanicos recién hallados por el colibrí,
escurridizas láminas que revolotean alrededor del ático y nos alivian,
páginas grabadas con un cincel oscuro de diván bajo tres llaves.
Dibujar auroras radicales e intrépidas sobre la palma,
insistir en galerías de encanto líquido que a los ojos aturdan
y hacer brotar de las farolas jilgueros en acordes y verano.
Recibir la anónima estampa del mirlo juguetón;
posar en el hemisferio de la sien, fotografía sin matices,
un lucero de papel, trazo de metálica pausa y devaneo,
pasaje de la memoria por donde se escabulle un frenético abrazo,
rayo que oxida la ventana, crucifijo del párvulo curioso, saludo impávido;
sitio donde tiemblan gallos despertares y gotean cornisas:
patio superior de la niña madrugada, légamo del amanecer.
Saltar con una palmada sobre el charco plañidero y roto,
fresca maniobra del talón, mensaje y rúbrica del derretido espejo.
Moldear un reposo en la lluvia del guijarro, cinturón de arcilla,
y abrir un hirviente canal entre relámpagos y nubes.
Roer el telégrafo donde salpican malos agüeros y aneurismas,
marcar el ágil disco del puente que fluye, demolido, bajo la casa,
recoger los latidos del arroyo y repartirlos entre los más viejos,
con la intención de devolverles el asombro en cada pupila.

Resbalar por las facciones lánguidas del estanque,
fósiles puños arrojar sobre sus inéditas aguas, borrosa tinta,
que marchitar gemelas barcas hará con saliva negra,
donde cien pozos escurrirán por un deseo de cobre y esperanza.
Del granizo su falda cotidiana y polar, recuerdo del paño,
vendar con grifos lacónicos, lágrimas para trazar veleros.
Distraer al cisne bautismal de sello y garbo indistintos
y robarle parábolas, lienzo y acrobacias: ballet a flote,
mientras libélulas habrán de escucharse explotar como lámparas de brea.
Ondear el paraje de alhelís en una tupida pestaña,
insistir en diurnos modales, manteles con gracia y ayunos de mimbre,
auspiciar del sonreír sus gajos fascinantes y coloridos,
cubos jugosos que adornar deben las tapias del huerto.
Emprender sabores esbeltos por el redundante Ecuador,
visitar los bordes vivaces de la vena madura del equinoccio,
estambre funambulesco bajo la U nutrida, bella.
Medir con las blandas yemas el hinchado molde de la aceituna,
imitar su prolongada corteza de caricias a intervalos
y preferir de su traje olivo los pliegues rojos, fecundos.
Mitigar la sed del árbol con limones columpios,
convivir bajo su sombrilla, con sílabas para imaginar
la época incierta de cualquier semilla, tiento generoso,
y probar de la comarca prohibida el fruto cuya piel sin edad
condenarnos puede al joven paraíso, que de dos en dos
nos ha de expulsar hacia el dilema del manzano, maestro del aula:
techo desorbitado de un hogar palpable y bienhechor.

En definitiva, venced al cerco de lodo, calabozo mediocre y ordinario.
Rehuid de la jaula confesa del púlpito, culpa cínica del prójimo.
Nada se esconde detrás del súbdito voceo y la rabia incisiva;
sólo impotencia recorre la polvareda del mentir, necia podredumbre.
Destruid el almanaque de la hazaña promiscua, de lo que pudo erigirse y jamás se consolidó.
Hay derroteros que aguardan todavía invención y paciencia.
Buscadlos, a pesar de la impostura vil, el oropel del avaro y el interés falso del usurero.
¡Sopesad la altura e inventad lo infinito!, que la poesía sabrá valerse por sí sola.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

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