domingo, 30 de agosto de 2015

Comparto de modo íntegro mi recién publicada obra, Cardinal. Vale decir que el contenido no puede ser reproducido parcial o totalmente por cualquier medio sin mi previa autorización. 
Con gusto leeré los comentarios de quien guste aportarlos aquí. Saludos.

I

Norte

Su pie como señuelo a Tlaltecuhtli brindó,
quien moraba el océano primigenio, infinito,
del que emergió con hambre, dispuesto a devorarlo,
sucumbiendo a la trampa cuya finalidad
consistía en extender su cuerpo –tierra oscura–;
formar con su cabello los árboles y flores;
a sus ojos lagunas múltiples convertir,
estanques renovados, prestos a no secarse;
a sus fosas nasales transformarlas en ciénagas;
con su curtida piel, crear la yerba menuda;
y montañas y valles, de su chata nariz.
La región del reposo dominó por designio,
y aguardó a los espíritus ataviados con pieles
de ocelotes, sujetos a yugos de madera,
dispuestos a cumplir la sentencia divina
para iniciar las pruebas de rigor que su entrada
a uno de los mortuorios reinos precederían.
Ubicuo, solitarias veredas recorrió,
por donde caminaban temerarios viajeros,
quienes atestiguar podían la aparición
de bultos sin cabeza ni pies que al ir rodando
por el suelo gemían: signos de mal agüero,
que valerosos hombres perseguían y apresaban,
hasta obtener a cambio de su liberación
símbolos de riqueza y prosperidad: espinas.
Poseedor de los campos, en el árido tiempo
ungió en sus palmas tizne de ponzoña y tabaco,
denso betún molido que proteger debía.
Valiéndose de tela de araña descendió
y recorrió las cuevas –del monte corazón–,
y cubrió su nocturna piel con cientos de estrellas;
de colmillos muy curvos fijó su dentadura,
que destrozar nefastos malhechores podía;
sus jóvenes y nobles manos en gran fogata
dispusieron las milpas para alistar la siembra;
tiñó al adusto mayo de un matiz tornasol
y al viento frío cortó con pedernal filoso,
príncipe de contrastes y ambigua condición.
Humeaba de su sien un reflejo metálico
y adornó su tocado sideral de rescoldos;
su mágico semblante de símbolos cubría,
horizontales líneas, amarillas y opacas;
su sitial arrancó del visible horizonte
y en ciertas latitudes reemplazó con su espejo
la planta que perdía por asomarse al sur:
tránsito desigual, obsidiana custodia,
que en regiones lejanas desvaneció sus pasos.
En seca temporada, de lloviznas carente,
su célibe vicario, sin tacha corporal,
saber ejecutar debía la aguda flauta,
a la vez que aspiraba de la pipa el tabaco,
recibiendo alabanzas de la gente al pasar;
por jóvenes comparsas de acólitos guerreros
seguido por doquier, por un año gozaba,
provista por Ome Ácatl, de fastuosa existencia.
Apaciguaban cuatro doncellas sus deseos,
para nupcias contraer en la fecha del Tóxcatl,
con nombres de deidades fijados: Uixtocíhuatl,
Xilonen, Xochiquétzal y Atlatonan, que bellas
permanecían y fieles su encomienda cumplían.
Tzotzocolli: marcial lucía su cabellera,
y ataviado su cuerpo con pedrerías y mantas,
de ciudad en ciudad, junto con sus consortes,
marchaba en procesión hasta arribar al templo;
rompía los cuatro puntos cósmicos y ascendía,
para al fin recostarse, refrendando su vida:
desenlace dictado por Yáotl para servir
como justa advertencia a sus fervorosos súbditos.

Sur

En bola de plumón, prodigio en castidad,
fue engendrado en el vientre de la tierra un guerrero
audaz y vigoroso; la refriega entabló
al nacer y venció con tlacochtlis flamígeros,
he hizo rodar estrellas por la Bóveda, errantes,
y arrojó de cabeza por el poniente curvo
los astros que voraces, convertidos en tigres,
devorarlo querían en sangriento festín.
Condujo, no conforme, la expedición sinuosa,
éxodo proveniente del blanco territorio
que en el lunar ombligo debiera aposentarse,
en el patriarcal lago, sobre un nopal de roca,
donde el árbol sembró cartílago espinoso,
del sacrificio ofrenda, que en el Centro arraigó.
Penalidad sufrieron; mas cumplir la misión,
como pueblo elegido, su caminar mantuvo.
También privó su hazaña al desafiar los peligros
de conducir con lumbre cenicienta al Mictlán
a quienes otorgaron el presidio a los hombres
en la guerra o en el parto; las ánimas que en andas
la serpiente solar condujeron piadosas,
y a dormir conminaron con rebozo calizo
al dios Huitzilopochtli, cuyo triunfo sumó
a la cuenta del día rubor áureo de centli
y quien después, hambriento, reclamó su tributo:
el líquido primario, sustancia viva y mágica,
de la tuna arrancada, latiendo todavía,
que en la indolente piedra chalchíhuatl derramó,
alimento terrible que sació la demanda,
cuyo objetivo fue conseguir las preseas
en florido torneo: cuerpos de albo relieve
y negros antifaces, en escuadrón reunidos
bajo fieros pendones que al combate mandaron
aztaxellis suntuosos con láminas cubiertos,
cascabeles vibrantes que lucieron dorados
en la celebración de la Guerra Sagrada.
En marciales chimallis su estandarte labró;
escudo fue, divisa de plumas de quetzal.
Voceando comandó las huestes fervorosas;
una señal alada brindó para asentarse
en un concreto sitio que florecer vería
la nación soberana de los hombres tenochcas.
“Haced mi adoratorio –su guía les ordenó–
donde aparecer vaya; mi camastro de hierba
construid, que a levantarme vendré junto a la aurora.
De águila cualidad tendréis, conquistadores.
Imponer su dominio deberán a plebeyos
y a quienes habitantes sean del Anáhuac vasto.
De modo que andaréis avasallando al mundo
con fuerza torrencial para cumplir el cósmico
designio, por el Sol demandado a vosotros.
¡Venced!, que recibir lo plácido y fragante,
sea la flor o el tabaco, toda cosa cualquiera,
permitirá la gloria; lo que necesitéis
os dará, como pago a su fortaleza y brío.”
Retumbó la consigna del Colibrí Magnánimo;
a fincar sin tardanza la calli los mexicas
iniciaron tenaces, sobre cimientos rígidos
que sostener debían al jade transparente
y la preciosa plata, de los muros adorno;
culminar, con sudor y sangre, la misiva
valientes procuraron y con triunfal oficio
los cuadrantes del orbe proteger decidieron,
empuñando sus átlats y sus anchas rodelas
para colaborar a mantener el orden,
la armónica existencia de montañas y ríos;
y a enfrentar con tesón a furibundas bestias
que aniquilar deseaban con hocicos enormes
a la estirpe elegida para encumbrar el reino
de inagotable edad, cíclico y floreciente,
de contraste perpetuo; trágico devenir,
encrucijada torva donde viril y estoico
el mexica disputa su destino inmediato:
poseer todas las cosas, mas de nada ser dueño;
mandato pesaroso dado por voluntad
hierática, insondable, que reinicia centurias
hasta el definitivo colapso de los Tiempos.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

II

Lanza tardía,
arco demente por donde se fugan llamas gacelas,
enciende el ocaso cuyo dintel aguarda liebres oportunidades
y engulle victorioso del cazador la flecha.
Noria de rabia y hambre
que ritual improvisa en su brasa múltiple, suicida.
Excedidos amaneceres auspicia en su ánfora,
calcinantes ímpetus envueltos por súbitas chispas
que disuadir su tempestuoso credo disponen
en despojos inasibles, brasas de giros inesperados,
cuya vorágine cobija, sin piedad, las venas
como expiaciones balsámicas del bronce:
disimulo y crepitación de la mirra oriental.

Se conjuran antiguos rumores dentro del pabilo del sauce,
escarmiento espiral que savia balbucea y troncos devora,
ojeras bulliciosas, corteza hirviente, desuello;
su marabunta flameante estragos provoca en la vigilia adusta
del párpado frenético que delira tientos
y contagia de visiones al tuétano impío, sólido arrebato.
Del silbo, el polvo consume en astillas, ciervo suspendido;
el cordel las cenizas arquea y disemina su espuma lumínica.
Antorcha de vejez sacrílega, ritual; predador astuto
que en máscara envuelve sus rasgos, álgidos maderos
cuyo vapor fulmina y ofusca las sogas del roble.

Unge su resina trémula, fósil, en los brazos fornidos;
desborde fúlgido que reserva de la noche su féretro,
torrente amargo de rebelde estructura y desarrollo,
radical matriz escondida bajo la boca del tigre,
invisible en las copiosas llamas del fervor;
trueno, lánguido azote, revés del hacha, cuyo mango devora
un clamor reiterado en hojas roídas: tosquedad,
pérfida y elástica lámpara de perpetuo malabar;
equilibrio rojo, primitivo, rizado en una lúcida cresta,
cerviz gallarda de galvánica expresión que levita;
lengua atroz, hormigueo, cuantioso como espinas,
su robusta caricia por corrompidos cedros se dilata;
hoguera incansable, escindida del leño pagano,
en pétalos descarnados, carbón y materia efervescente;
de los inquietos márgenes de la zarza aprehendidos,
sus ráfagas agrupa la doctrina, la cede en torno
y deposita en la urna volátil su ardor perenne.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

III. MURO

Sobre la faz enjuta del desierto
la dura Esfinge su escara proyecta
y asesta su muñón un golpe incierto
de crepitación dolorosa y abyecta.

En el yunque de sangre se martilla
el derrumbe del obelisco inerte;
es la furia incesante de la arcilla
quien desgasta las lindes de la Muerte.

Frena el coloso vertical y diestro
del éxodo rojizo su trayecto,
granito cuyo desafío siniestro
conjura y muestra su feroz aspecto.

El hormigón por laberintos vibra
al dirigir sus indolentes huellas
por encima de la bélica fibra
taladrada de espantos y querellas.

En la inhóspita muralla se enfrenta
el hombre con sus miedos más arcaicos;
lo cimbra una severa y gris afrenta,
de los presidios ceniza: mosaico.

Del surco de la frente calcinada
ha brotado un sudor que disemina
una épica de carne flagelada,
mazo que fragua la postrera ruina.

Las manos sufrirán, escarnecidas,
en pos de redimir a los cautivos;
mas serán las fronteras abolidas
y los vejados cuerpos, fugitivos.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

IV. VUELO DE CAMPANA

Prisma continental de innumerables vértices y celajes,
empapados en las cascadas amazónicas de sus múltiples filones;
su carne plañidera funde, conmociona y rehace
corolas sutiles, cuyo acero púrpura se tuesta
y bruñe sus coros de un tono mayor a la plata, al castigo.
La demora del entrañable mineral, su combo desarrollo,
no fue en vano,
resulta suya la vibrante maravilla, la lúdica espada
que ondea en naranjos sucesivos,
en el revoloteo sonoro del arca batiente, continua:
papalote de entusiasmo e inercia, lustre de jóvenes hondas.
Del algodón, el henequén y la fibra, escarnecido,

sustrajo el látigo y su infamia tu piel;
sucumbieron las afrentas, el hierro bastardo: herrumbre y oprobio,
hasta quedar sólo tu espalda hollada, redentora,
barro y convicción, doloroso chasquido
que dio golpes al portento del verdugo hasta asfixiarlo,
y mostró desnudos, dignos en la arcilla,
los filamentos de generosa hondura ancestral.
Has congregado el nuevo saludo
sobre fosfóricas yemas de alegría;
deslizaste la esperanza en cruces matinales,
en medallones de fervor y brillantes cuencas;
emblema poliédrico, embeleso de manos solidarias,
acuñar lograron los peregrinos con fanático sello;
talismán y pregón que diseminaron por vírgenes vías,
a través de la marcha y renovación batiente:
zarcillos morenos y solícitos, dijes azabaches,
multitud celeste, collar de granizo.

De notas en vigor y temple cotidiano,
cánticos dóciles de pliegues y sueños expectantes
surgen de pronto en los ecos de urgente aurora;
sobre torcaces y ruiseñores en ascenso, de júbilo cernidos,
heraldos armónicos, palomas que incitaron con sus piruetas
a la cuadriga del Viento;
carroza adornada con ráfagas de oro y rieles angulares,
escudería fastuosa de compases embalados con plata y efemérides;
guitarras de latentes nervios y ritmo pulcro, servidos en porcelana,
tensa vibración cuya textura fulge en plegarias y odas,
luz que alcanza su máximo sentir en esdrújulos pabellones,
columnas benéficas de amor entrelazado, fraternal,
relevos celestes que desfilan en cantos y ascensión
bajo la voz múltiple de signos transparentes.

Frente al horizonte liberado,
con címbalos impresos que retumban e iluminan,
relámpagos frescos de temple americano,
abanicos de inquietud lozana y oscilación revoltosa
que elevan la suave alba
por la cordillera patriarcal del azor y el cóndor,
y por el valle patriarcal del águila mítica,
cuyo despegue abriga del futuro sus leyendas
y reúne en las alas un asomo y atisbo de lucha:
amanecer eterno donde el león sacude su benévola melena.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

V. AUSTRAL

Hacen del cantil las mareas arpegio;
el arrecife, náufrago de arena,
en el sutil vaivén del tiempo regio
baña su aleve canto de sirena.

Brisa coral redobla el sortilegio
amplio de longeva nota serena;
melodía translúcida, azul egregio,
silba quietud en el océano, plena.

Crispan con sal las lejanas corrientes
y encallan, cerúleas, las olas rientes
en riscos, armaduras ancestrales;

empapadas en lúbrica indolencia,
ondulan su esporádica presencia
sobre voces y piélagos australes.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

VI. CARACOL

En la fresca y solariega mañana,
sube un fúlgido caracol la cuesta;
de su recorrido una savia mana,
a encender hogares está dispuesta.

Incluso en la comarca más lejana
es su concha del porvenir respuesta;
óleo que pule su virtud temprana
y paulatina en los campos recuesta.

Su lisa estela bañó en alegría,
coraza noble de rural templanza
que viaja en espirales todavía.

Anuncia despacio, lenta bonanza,
el próximo arribo del grato día:
dádiva de una tranquila esperanza.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

VII. NUMANCIA

Las coces grises del otoño en la estéril cúspide abdican,
frágiles eslabones cuyo transcurso el apéndice reitera y desmorona,
áspero asomo al cinturón de magnitudes longevas,
donde gravitan en densa calma, ayuno alpino,
las áridas leguas que recién colman la visión;
aletear minero de pobreza esmeralda, enjuta,
sereno vacío cercado por formidables tendones,
soplo recio que recoge astillas y vértigo.

Sañudo, en la altura del nervio suspendido,
se redime el mazo feroz;
posterga en el abismo sus sienes borrascosas,
su brutalidad indolente, coloso de melena angular,
cíclope robusto que libra a sus dominios de congojas
y bosteza la caída del hierro, escasa,
el deambular impaciente de los mudos nudillos,
las escuadras de rígidos andamios por hallarse,
despojos inminentes, libres de las faenas elevadas,
mandíbulas de lustre y juicios implacables
como rostro de alcance imperial, en nieve crispado,
con telúrica armadura que ensancha desafíos,
adagios que traspasan su rocoso y fijo semblante.

Suele cincelar su córnea de filo rugoso
guarniciones titánicas, yugos primeros;
en monolítico espacio, defensor patriarcal
de gallardía elevada al punto de quiebre.
Atropellada plenitud del escudo pasajero,
de los simulacros cuya falaz tinta engaña y ensombrece,
aglomerada sobre lúcidos siglos, corona vetusta,
soporte del rústico y excedido concurso de la materia;
médulas que aúnan a su necio devenir
las fósiles y ricas bondades del quebranto,
surtidores que defienden, lacónicos, su interior exceso,
fisuras que se obstinan como el verde retorno de la primavera,
que del jade sustraen una regia tiara,
salvada de la brizna efímera, pero de vértebras ardua,
erguida con abrupta inclemencia, demoledora en cuanto breve,
donde el reino sin demora encumbra:
diamantina espera y consumación tosuda del águila.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XIII. SANTUARIO

Trinos que ofician la tónica pura
del santuario, metáfora sencilla;
la armoniosa y ecuménica ternura
esparcen leve de orilla en orilla.

Ave de franca y marmórea textura,
ágil su prédica se erige y brilla,
y es filigrana excelsa su envoltura:
majestuoso templo en humilde villa.

Despojada de lujos y exotismo
a sus naves infunde un catecismo
donde la pródiga verdad se asoma

a través de sus ligeros vitrales,
caleidoscopios rítmicos y afables
que refractan su lienzo de paloma.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

IX. ESTUARIO

Disipo en puños enérgicos las centrífugas aureolas
de la piedra contundente que reside en mí: sentencia de
mi mano ejecutora;
la ahogo con la absorta agitación del peso, atracción a ras.
Sin el vacío la pluma tarda, cede, pospone su derrumbe;
mas ¿yo?
Un ahumado chopo extraigo evasivo, con certeza,
y conmuevo en voluntariosos aros el caudal del río,
cuya tentativa se empapa de incesantes fugas:
cordones lánguidos que exaltan un balseo,
tenue regocijo de balsa, hundido en arroyos flamantes:
limo que reposa o espuma emergente en la cascada.

Si bien luciérnagas, por igual en el fango se evaporan;
aeróbicas manchas que suspenden en focos turbios sus centellas,
sus cápsulas circundantes, gotosas de sosiego.
Sobre la espesura inmanente del vado
recuesta el dorso las escamas que regurgitan su moho:
glauca, fétida, larva humedad,
subterránea; pero visible, de óptica hueca,
como el sudor que depara en monólogos esfuerzos.
Nítidos coágulos mundanos, anfibios quizá,
por arrastre chirrían como bisagras, se sabe.

Flojo entre las coyunturas, acústico grifo,
a borbotones emulo al pantano donde se filtran,
parásitas, ciertas copas: parajes oblicuos, hongos.
Y la inmundicia de las riveras se enclava
en el designio de raíz inaccesible, salitrosa,
arremolinado en el éter, en los flemáticos transcursos.
Comarcas en fin, suceden atisbos; yo, entre tanto,
formulo lo primigenio.
La transparencia de lo estático se deduce,
arroyo propicio, continuo, de fluvial enfoque;
y me reanudo en las ondas,
en los orígenes de cíclicas improntas cundo
y la saliva que abandono en el croar de los charcos,
afina mi voz, alejándola.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

X. ATLTLACHINOLLI

Proemio

Fundador tabernáculo silvestre,
hirviente glifo en el índigo islote,
devora las serpientes, implacable,
para que de su centro el nopal brote;
señal espinosa de afán rupestre
donde el Quinto Sol se posa indomable.
Dueño tan absoluto y admonitorio
se yergue, y su garra el blasón sujeta
de la quemada empuñadura: saeta
estampada en el lienzo de abalorio
que ha plasmado su nómada celaje
en el códice mate donde esplende,
de nuevo, el difícil peregrinaje:
ascensión purificada que extiende
su portentoso espíritu salvaje.

Augurios

Exhuma el Coloso un funesto adagio,
bocanada fría donde polvorienta
la nívea cima su inicial presagio
de envergadura fatídica asienta.
Arriban plenos de grotescos rasgos,
por el Oriente, los ínfimos trasgos
cuya sola presencia al mar agita.
Bogan con la liviandad de la nube;
su blanco pendón imita al querube
y a la sumisión al nativo incita.
Del letargo la emperatriz refiere
la visión del estandarte encallado
y del cráneo con el yelmo ataviado
que su rapaz estratagema infiere;
en la corte se atisba la inminencia
del final de la cuenta regresiva.
El Gran Tlatoani acepta, sin renuencia,
resignándose, falto de inventiva,
al bárbaro arrasar de sus dominios:
apocados, desérticos y yertos,
por la pólvora invasora cubiertos
y devastados por crueles designios.
Se aprestan los guijarros a abocar
las volátiles llamas del eclipse,
y del Siniestro Colibrí trocar
su adorable itinerario de elipse.
Junto al Templo, de procedencia ignota,
ennegrecido témpano de rota
figura irrumpe y cae sobre la yedra;
el sacrificio impuesto no prosigue,
pues no existe ningún poder que instigue
a reanudar la labor de esta Piedra.
En las redes ha caído un ave, grulla
de entrecejo deslumbrante, de aciago
firmamento, donde no hay quien intuya
la catástrofe futura del Lago.
Dichos sucesos, mágicas prebendas,
que antaño fueron maravillas sendas,
hoy poseen visos de increíbles leyendas.

Caída y Ascensión

Prisionero, proscrito en Las Hibueras,
fruto mortuorio del árbol pochote,
se suspende sórdido con certeras
cruces de metal, cadenas severas,
como del viento el despiadado azote
que de la copa dehiscente arrebata
al guerrero desde su raíz ingente:
señorial lobreguez que se desata.
La tierra se cubre de rojo duelo;
su martirio undoso las sogas riega
de maltrecha savia, infame flagelo,
que su ámbar aceite vacía en suplicios,
a la loza ríspida bien atados,
a los avaros castigos expuestos.
Las llagas son dolorosos indicios
y estoicos y valientes consumados
mutan su fúlgido barro en los tiestos
múltiples y duros que distinguirse
por su volcánica fuerza pudieran,
pletóricas lanzas que reverberan:
penacho que jamás desea extinguirse.
Asciende su arco en osada certeza,
ínclito furor de emoción bravía,
que toma de su aljaba las punzantes
flechas, cuyas efímeras astillas
del horizonte su curso desvían.
Las bicéfalas águilas radiantes
su gesta bifurcan en alas trillas
y atraviesan la luz combada, avantes,
como espadas de infatigable filo
que la nocturna obsidiana ën vilo
tienden, cruenta y postrera batalla.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre


XI. CANDOR MANIFIESTO

Íntegro reposo, copa hermética,
refugio solidario que fluye y abarca
con rebosante sello y máxima anchura
la aspiración fundacional, exuberante,
de color y estallido a punto;
descanso en flor, candidez idónea,
con legumbres en el vientre, ombligo que descuella,
recolector de los ámbitos más sinceros y canoros,
bodegón de voluntariosos laureles,
reverberación en simiente de idénticos girasoles,
protegidos por el paréntesis del ámbar.

El gozo unánime de la granada,
desnudez del festivo ademán
que en cítricos gajos lustra su racimo de chispas
y recorre, fraternal, mayo;
su propósito recaba en los rojos dientes,
en el verdor cuyos pliegues camaradas
la fibra colman, emulando a las estaciones,
y abarcan en delgada exquisitez
la ácida superficie de la ternura,
la conmoción del tamarindo abundante, reseco,
de volumen y sabor melifluos.
Protege del hielo su centella como jornal intacto,
mesura radiante, total, que alivia las trenzas ocultas
y su origen hundido: tallo paralelo,
de redondez y anhelo prioritarios;
cúmulo experto de la lima y su arado valioso,
preámbulo del logro,
don que busca semillas y obsequia sus canastas,
amargo estímulo que el esmero sirve en sombrillas naranjas
hasta prevalecer, sonrisa de amaranto;
reunión bajo el ánimo y la cáscara,
en brusca unidad, pródiga caída de la enagua,
innumerables y desprendidos sus frutos,
provenientes de la siembra;
trópicos alivios, bandejas vivaces
que en hemisféricas delicias se turnaron:
alegre convidar de la manzana,
gesto dadivoso del limonero,
de los duraznos fértil palpitación,
mostrando en sus inmensas y carnosas divisiones
el huerto que alberga un legítimo candor:
próspera creación manifiesta.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XII. REHILETES

i
El niño amarilla copla
en rápidas aspas riza;
al compás de su sonrisa
las rimas feliz acopla;
el aire sutil que sopla,
como celofán risueño,
en su lila y audaz empeño
las cuatro diáfanas puntas
ha de rotar siempre juntas
para hilar un dulce sueño.

ii
Verde aletea la canción
en un ámbito de rejas;
del gris presidio se aleja,
insuflando el corazón
y en el pecho su pasión
con un plumaje agorero
rompe su timbre señero
y aun en el vendaval emite
nota de amor que remite
su vocación de jilguero.

iii
El bordado nos refleja
los intrépidos festones
de cónclaves algodones;
suave y tornasol madeja
que los cojines despeja
como altos, suaves tejidos,
a la rueca bien asidos
por la benévola aguja
que los une y los estruja
hasta dejarlos dormidos.

iv
El manubrio del molino,
con su páramo cuadrante,
se dirige hacia delante
con garbo jovial y fino,
deshecho en hebras de lino
de pausado movimiento
que atraviesan con sus tientos
las aristas de prosaicos
y rutilantes mosaicos
que a la brisa dan sustento.

v
Del rombo su geometría,
similar a la modesta
mariposa, al cielo resta
un tajo de algarabía,
cuyo torbellino habría
de transformar su silueta
en anhelante pirueta,
ágil y púrpura guiño,
que se mece con aliño
en rondas de luz inquieta.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XIII. NÁUTICA

Desde el faro imposible,
quimera de desvelos y extravíos,
alarmas a las sagaces medusas
con voceos y resacas,
sirena de harapos angelicales,
aurora virginal,
sales al mulato sol y conmueves
a los pairos gimnastas
que asaltan los reflejos.
¿Qué golondrinas deparas allí,
entre los párpados y la marea?
Son del sosiego emblemas,
medallones de plumaje tan fino,
botellas de siete geniales notas,
velas que al viento rasgan:
tornasoles arrullos.
Secuencia de platino,
clarín que retumba en pared turquesa,
espejo de altamar,
naufragio del tintero.
Con zodíacos fijos en el timón
y el ánimo en cardumen,
tú, sirena, retornas al mismo hombro,
lanzas buques y azares,
precipitas la noche
y trenzas al carey con azafranes,
cabellos cuyo vaivén hechicero
deja al amanecer
a merced de las trombas y los cardos
de afónicos navíos,
oxidados asilos de lingotes,
vísperas y huracanes,
sótanos de sal de pérfidos versos
cuyas borlas a la deriva duermen.

Tus senos ineludibles, sirena,
ovaciones de espuma,
ofrecen sus caricias,
tempestad de dulces terrones: perlas,
collar undoso que engalana el cuello
de mástiles gentiles
donde encallan los tímpanos
sus arrecifes de peces inquietos.
Si del intruso apartas,
sirena, las asustadizas conchas
y reúnes en sus diámetros
la alegre bienvenida del futuro,
cofres han de batirse
para conquistar tus verdes tesoros,
tu joven florescencia,
y así volver con odas
que reposen en el fondo turgente
del cual eres vigía.
Boga, y que el infiel broche
sujeto a los rompeolas
sus imanes reconcilie en dos besos.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XIV. SOLILOQUIO

En el risco de la brisa presente
hay un otoñal suspiro de la rama;
con sollozo apresurado reclama
de su mano el espacio reticente.

Al polvo se conjura precedente
y oculto en el tallo rugoso llama
al encuentro furtivo de la calma,
refugio de la sombra indiferente.

Retrocede el verde tacto, confuso;
de sí mismo se aleja como intruso,
aislado del copioso devaneo.

Pasean los faroles por la Alameda:
su perro lazarillo solo queda.
Mis pasos devenir apenas creo.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XV

De azufre tentativa,
calvario advertido en rollos agónicos,
origen cierto de ancianos apéndices,
compás de mosca,
revoloteo de flema y lodo en el origen sobajado,
larva próxima al precipicio,
aleteo desafío del excelso aprendiz.
Brasa de carbón moribundo, extinto hielo.

Úlcera en la pelvis de escorpiones contornos,
viral desquicio, ponzoña que carcome
las sienes con embustes feroces,
tuétano de doble ariete carnal: rabia;
cuerno desquiciado, aguijón de tres puntas
arrojándose, cabrío, al sexo pesaroso.
Cencerro beligerante que lastima
la piel con un bestial arañazo:
temblor, escalofrío medular, en suspenso,
bajo las descomunales pezuñas,
terruños incompletos de herraduras y forjas.
Eslabones redondos, inconciliables, unidos sólo
por los degollantes cuchillos cuya perpetuidad
desata, con un movimiento, las seis onzas de sangre
que desnudas escurren sobre serviles troncos
hasta las infames, malévolas plantas,
de linajes fratricidas que el globo circundan
y enraizan sus bucles y desdichas
en patética, breve ilusión de existir, de perdurar.
Galope derrotado,
argolla brutal adherida a las cuencas
que bufa y condena, desaliento de mortal pulso,
quizá desbocado adrede,
choque metálico y sin escrúpulos,
carruaje de oro bélico, freno invidente;
el rechinar de su dentadura indica en vano
la desgracia de un castigo que exaspera y colma
al precio de treinta galopes
un denario evanescente,
cerca de la traición y el cantar del gallo.

Altar donde se entrelazan cuencas de tóxico olor,
escollos de fétido poder
sobre la aureola suspensos, en descomposición;
subterránea cumbre donde alabanzas se postran, soberbias,
sed y blasfemia del exilio,
labios como llamas patéticas, ofensivas,
daños cuyo bullicio de cadencia salvaje
doblegan en trance prohibido los cuerpos,
conchas terrestres, dagas carnívoras fruncidas;
al chasqueo del látigo engendran heréticas llagas,
tormento que desciende incesante, osado,
mientras una loba codicia cierne su hocico
y devora a los pródigos traidores e infames
a través de los nueve pasos del Infierno.

Una elíptica figura anularía, de un tajo,
la distancia que aleja de la honda y callada tumba
a la perfecta palabra de Dios.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XVI. CARRUSEL

Cencerros de banderas,
nobles arrullos que mecen al tiempo
e izan himnos intrépidos,
remolinos de hierro
poseedores de inmemorial vorágine.
Constelación risueña,
distraída por el vágido inconcluso
de la estrella sonámbula;
infancia mítica de tres coronas
que augustos giros da sobre la vida:
tropel milenario que no descansa.
Se detiene en un soplo
la barba de algodón azul que apunta
al viaje y su alborada imbatible,
arabesca sonaja
de adorable sonido;
providencial juguete
con oníricos símbolos grabado.
Conducido por fraternal señal,
avanza sin demora hacia el suceso,
rebosante de magia,
vestido con los arcoíris translúcidos,
llovizna de cometa,
hélices efusivas
que estandartes despliegan,
airosos sobre el trono de madera:
pesebre donde comienza el paraíso.

Los valles del dromedario se colman
de alegre multitud,
protegida con turbante de arena,
árido tapiz de grecas y rombos,
alfombras alambradas;
y las ásperas agujas que hieren
las inocentes manos
que se aferran a la joroba ríspida.
El aire amistoso jugar prefiere;
saltar por los cabellos como ráfaga
peregrina del sueño;
balancearse en sus diáfanas pestañas
y huir de la tiranía y de sus profetas,
refugiando en los oasis
la cándida mirada
de los rumiantes camellos vigías.

Ánforas de marfil,
vasijas africanas
sobre lomos de elefantes osados,
misioneros que recorren la estepa
de verdores paupérrimos
sólo para acudir al jubileo
y despedir con pañuelos rojizos
el aroma de la pasión continua,
cuya resina longeva arderá
como alegoría de la unión del fuego
y el bálsamo rendido,
que en incensario de madero doble
soplará su milagro
con humo retozón
y una Alianza de color renovado.

Piafan rubios corceles
en la línea solar
del inhóspito invierno,
exhausta palidez;
procesión cuyo alado impulso vira
sobre ligeros abanicos raudos
y periferia súbita,
revuelo de visores;
alquimia del oráculo
que forja y lustra la medalla indómita
como el preciso engranaje de un péndulo,
obsequio de seis simétricas puntas:
balancín trepidante
que cintas amarra de lado a lado
en el polo magnético
y vuelve al día trapecio,
agorero columpio,
sonrisa de una cuerda.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XVII. COSMOGONÍA

Contraído en la cúpula universal
el iris de cóncava magnitud
irradia una lírica infinitud
que surca el pináculo, transversal.

Cierne, pitagórica y sideral,
su pupila de esférica virtud,
cuyo profético ritmo de laúd
resuena con haces de linfa astral.

Esplende en la cuenca su introspección,
inmanente oráculo de estelar
asombro y mayúsculo esclarecer.

De las Pléyades, la resurrección
en sus éxtasis vino a revelar
y al azul misterio a desvanecer.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XVIII. OFICIOS

i
Ascua viril de seráfica fuerza,
reposa el hollín en tu superficie;
depósito flagrante, dermis tersa,
ningún cansancio en ti puede que ejerza
coacción impura de crasa molicie.
Tórrida fragua tus brazos asestan,
brunos deberes que honor y sustancia
al orfebre y rudo trabajo prestan.
Rebosan metálicas sinfonías
con óxidos compases y sonidos:
maleables y herrumbrosas armonías.
En la cendra abollada de incipiente
calor a su tiempo el hierro fundir
deberá, con estruendos como norma;
formar en el crisol una reciente
amalgama que proporcione su horma
denodada al fuego, hasta consumir
ésta en carbónica gloria, y su encono
ceda al rielar obstinado que azuza
la chispeante cadencia de la musa,
investida en rayos de flavo tono.
Toma el herrero preciso buril;
dibuja con hábil pulso vetas
enfáticas y doradas que bruñen
ánforas de cobre, de haces repletas,
que imbuidas en aquel decrépito horno
vibrarán en bronces que les acuñen
un aplomo relampagueante en torno,
cuyo valor mineral siempre nombre,
exacto, el duro oficio de ser hombre.

ii
Tábanos fieros al lomo fustigan
en el manso simular del establo;
dicho corcel laceran y castigan,
y al indomable relincho lo instigan.
Se ha deshecho del dogal y en venablo
alarde al dolo y presidio renuncia:
bestia de ronco piafar y chispeante
herradura, al viento veloz anuncia
un cabalgar argento que tramonta
con intrépido brío las bajas ciénagas
y, ufano, el estero vasto remonta.
Bridón tempestuoso de gloria llana,
pura sangre conforma su denuedo;
la brida no detiene la potencia
estentórea que arriba a la solana,
equino trigueño cuya violencia
trisca del pastizal su ulular quedo.
Sortear los obstáculos del sendero
emprende audaz el jinete baquiano;
empaña su resuello al monte diáfano
y expande con tesón cualquier lindero
que su torva carrera disuadir
intente en vanos, cortos aparejos,
al enclenque deambular destinados,
de temor e incertidumbre perplejos.
Los estribos serán para evadir
el inminente riesgo y desatino,
y reclamar los triunfos postergados,
sin abandonar nunca su destino,
al cual arriban libres, trepidantes,
espuelas y cascos: dúos trashumantes.

iii
En corvos olivos un himno estampo,
de savia espesa y retumbar prolífico,
expresión sincera de verde lampo,
voz enraizada y rústica del campo
que lenta insufla su vigor mirífico
en el fértil terruño del labriego
de sufridos surcos, dispares zanjas,
donde el Sol aboca su rubio riego.
En su mano, sosteniendo la esteva,
aparta de la milpa los escollos;
campesino de clara estirpe lleva
en su percal futura lozanía
de granos pródigos, cuya abertura
brotar de su densa capa los tallos
del maíz hará, en rumor de serranía,
al caer y mutar en fibrosos sayos,
agentes de abundante cobertura.
Genial semilla, espera tu jornada
óptima brindar al apero mieses,
que los abrojos borre mientras creces.
Guirnalda tornasol, apaciguada
en el abrigo por la tierra dado,
con sigilo tubérculo te ciernas,
o tal vez cereal de cierta mesura;
invenciones todas de gracias tiernas
que surgen, síntesis de aquel arado,
del designio material que perdura
en ejemplos de siegas fecundantes
que recogen en su orgánico seno
el básico amor, rebosante y pleno.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XIX. ENSUEÑO

Las persianas se agitan con liviano recelo
y agobian de la brisa su blanca trayectoria;
las celosías abruman con hipnótico soplo
y empañan los balcones con matinal discordia.

De complaciente dermis, cristalino jarrón
la acústica del agua translúcido recorre;
su limpia sed adhiere, sin emoción alguna,
al pendenciero fondo de perspectiva informe.

Se despojan de espinas los henchidos ramajes;
detienen su verdor opulento y abandonan
sus raquíticos tallos a la breve experiencia,
deseo que al descender los sufrimientos ahoga.

Un sensible torrente maquilla los rosales;
los pétalos satura con sus rubores malvas;
adormece las venas, cuya sangre despide
suspiro involuntario que las flores desmaya.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XX. NÍSPEROS

i
La cesta dulce engalana
al tiempo: vientre fecundo,
hoy partícipe segundo
de la púbera y liviana
esencia que sobria mana
del primaveral abril,
mes clamoroso y gentil,
cuyo cándido deleite
resbala, nupcial aceite,
en gotas de amor sutil.

ii
Graciosa y rubia morada
suscita mieles y encanta
con su pulpa la garganta,
de espeso jugo colmada;
la boca dejar saciada
espera con su intención,
néctar de comba poción;
óvalo deseo que adhiere
peculiar sabor y quiere
del gusto su aprobación.

iii
En la lúbrica floresta,
collar magnífico pende
y al arrancarse sorprende
con su meliflua propuesta,
espeso antojo que presta
almíbar a los zarcillos;
como júbilo en ovillos,
sus áureos pliegues de seda
por labios cómplices ruedan
igual que eternos anillos.

iv
Grávido botón, capullo
céntrico, lejos del césped,
es el más ligero huésped
del árbol; discreto arrullo
que al silencio torna suyo,
brindándole suave esmalte,
íntimo rocío que roza
la dermis púdica y rosa
antes de que osado salte
y a las papilas exalte.

v
Cuerpo célibe que apura
a caer sus trenzas de estambre,
de incrédulo y verde alambre,
que comparten su figura,
obra festiva y madura;
dádiva que al paladar
le obsequia un rico jarabe,
cuya consistencia sabe
con su tímido libar
copioso placer brindar.

vi
Resguarda el polen la abeja
y simula su zumbido
en bajo y casual silbido,
pues de la voraz madeja,
ancha válvula bermeja,
su benéfico embeleso
pretende robar amante,
para vaciar embriagante
licor, gozoso y confeso,
libre por fin en un beso.

vii
Es la cáscara una prenda
que se pierde por su curva,
membrana frágil que estorba
a la voraz encomienda
de la pasional contienda;
una rasgadura incide
y a la sábila desata,
opulento río escarlata
cuyo canino reincide
y a los gajos los divide.

viii
Con inocente rubor,
el níspero se dilata
y pasional arrebata
con su pulso horticultor
al vínculo seductor
cuyo vestido converso,
joven y mordaz encaje,
es sensual, lascivo traje
de un aljófar tibio y terso
que devora al fruto inverso.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXI. TORRE

A través de sus ventanas salinas,
de la eminencia faro: arrojo y desafío,
se yergue de Babel emblema,
y titánica rinde
su mole en escombros diurnos.
Relámpago justo del cielo,
providencia y martirio que exasperan
la lluvia de acero que pende del badajo,
redención imprevista del molde agónico.
Mansión que excede sus límites y usurpa, vigía,
la superficie tenebrosa en rededor;
ínsula desértica donde aguardan rupturas:
témpano gigante, gradual.

En sus hombros, terráqueas esferas
grana en meridianos cromos
y da cocción a su lúcido portento,
exaltación unívoca e invasora,
a la intemperie
sitúa su risco sinuoso
con firmes trazos y concreto dictamen.

Los arcos, austero domo,
simétricos dirime:
ejes que reviran paralelos,
de soberbia hechura,
y subliman su ascensión por gradas de ángulo impecable.
Grecas de abstracción y asilo,
todas escalas sucesivas, guarnición
que vías propias construye verticales
y asigna rutas al Centinela.
Allende la custodia de las tapias,
jerarca rotundo, en escaparates y desvíos
varias facetas lo enmarañan y superponen:
único, inhóspito, dual.
Triángulo de luminosas grietas
que sus lunáticas fases recrea
y a las dunas vence:
algebraico rótulo de poros innumerables.
Tridimensional artificio de la mente,
señal insólita, prominencia metálica,
con sus estados de recios ambages
apareja logros y lápidas sobaja.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXII. EL BANQUETE

i
Con espléndida sal, la cáscara y la miga
conservan incorrupta su evangélica hazaña,
parábola dorada que libre de fatiga
amasa su corona frente a la ruin Guadaña.

Como un pan consagrado que de verdad os diga
el triunfo de su grano contra cualquier cizaña,
el secreto divino yace sobre la Espiga
y cunde, floreciendo desde la tierna entraña.

Levadura, manjar del pobre, se fermenta
en porciones fecundas y próspera se asienta
en canastas de mimbre, cómplices del prodigio.

Migajón esponjoso que noble se degusta,
célebre comunión de consistencia adusta
que destruye del hambre su funesto vestigio.

ii
Es la profana copa donde dócil se aliña
el sabor que vertido su condición esfuma;
Alianza que gloriosa reside en la campiña
en uvas embriagantes, de redondeces suma.

El añejo candor de la abundante viña
el líquido derrama con ubérrima espuma;
cáliz de dura forma que los vinos apiña
y ahoga con su vapor, hipnosis de la bruma.

Extraída con fiereza por el rudo Longinos,
la pálida dulzura de aquel valioso vino
el contorno satura, y con dolo lo constriñe.

En el festín postrero, solemne se consagra
la trémula bebida como la ofrenda magra
que los labios sedientos de cada apóstol tiñe.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXIII. PÓRTICOS

i
Con ánimo que grillos aligera
y obstáculos rebasa, como signo
constante de un espíritu benigno,
el reo en su calabozo persevera.

Ensancha sus tobillos y asevera
destruir cualquier cerrojo que maligno
le impida desplazarse como digno
varón que en presidio no desespera.

La carga del oprobio disminuye;
el hierro, que oxidado se constriñe,
al sabio en el castigo fortalece.

La libre voluntad no se destruye:
degrada sus cadenas y destiñe
la celda, donde habita y prevalece.

ii
Serán ceniza en tus manos
cuando en ellas las aprietes,
los montes y la soberbia,
que los corona las sienes.

Este ardor, cuya premura
al carbón morir hiciera,
el brillo a la veta usura
y arrebata, loca fiera,
al madero su cordura.
Polvo queda de Vulcano,
Ave Fénix que insensata
retoma vuelos mundanos
que al brotar de la fogata
serán ceniza en tus manos.

Áspero rezo, devota
llama donde se consume
leña de raíces remotas
que audaz consistencia asume.
Si el viento la hoguera azota,
como irrefrenable ariete,
los rescoldos disemina,
mas a tus yemas no inquietes:
morir verás las resinas
cuando en ellas las aprietes.

Oscura nieve arrogante,
de las alturas posesa,
en el árbol delirante
su chispa cautiva cesa.
Envuelve un negro semblante
a las ramas y exacerba
el céfiro que en la cumbre
incendia la dulce serba,
devastando así con lumbre
los montes y la soberbia.

Si de súbito desprecias
con un manotazo zurdo
y asumes actitud necia,
considera al gesto burdo
y esta realidad aprecia:
defender jamás conviene
falsos conceptos, mentiras
que integridad no mantienen:
son embustes en la pira
que los corona las sienes.

iii
Los pesares agobian y aunque parcos
delinean sus angustias en los ojos;
apartarse las cuencas como hinojos
deberían hacia dentro de sus arcos.

Sumergirse en reposos siempre zarcos,
meditar con paciencia en los abrojos
y diluirlos en mares de despojos,
que a los sueños envuelvan en sus marcos.

Navegando impetuosos en la noche,
los sentidos disponen el descanso
y despliegan su onírico derroche.

Amanecen oleajes de visiones;
un caudal tan complejo como manso
purifica y renueva sensaciones.

iv
La piedra escrita, amarilla,
es mi sin igual firmeza,
que mis huesos en la muerte
mostrarán que son de piedra.

Senda que lodo decanta
y húmeda esparce en penumbra
el dolo que unge mis plantas
y al extraviarlas encumbra.
Mi huida pasos adelanta,
cincel que losas mancilla,
huellas borro del silencio
y plasmo mi roja arcilla,
dejando envuelta en el cencio
la piedra escrita, amarilla.

Fétida ciénaga entraña
siseo corrosivo y bronco;
fiera devora con saña
la marabunta mi tronco.
Mas a la carne no daña,
en medio de la maleza,
el hormigueo que homicida
se abalanza en mi corteza,
pues su rabiar a ella asida
es mi sin igual firmeza.

Al dorso, poderosa brecha,
filoso cuchillo embiste,
punta irregular y estrecha
que en la médula desiste.
El infortunio la acecha;
a su flanco de tal suerte
deja sin carne, desnudo,
como tuétano que fuerte
más dolor resistir pudo
que mis huesos en la muerte.

Al vasto cielo dirijo
férreos y enjutos colosos;
soportes de barro erijo
que se fraguan orgullosos
sobre el horizonte fijo
que nubes pesadas medra;
mas mis palmas firmes hayo,
lo adverso no las arredra
y, sin padecer desmayo,
mostrarán que son de piedra.

v
El fango con rastrero brillo inunda
y colma de ambición la tosca mina;
se puebla su filón rabioso y hacina
fulgores sin valor, riqueza inmunda.

Traición que en inmediato lodo abunda
y en méritos de ruin clamor culmina,
y hiede destilando olor de amina,
cual pompa de rapaz tesón, rotunda.

Su entraña recompensa ofrece, blonda
y agreste concesión, brillante premio,
conciso mineral, nobleza muy honda;

rigor de lucidez extensa: cima
que aguarda conceder sin loco apremio
sus joyas al minero, a quien estima.

vi
Es el universo entero
una inconstancia perpetua:
se muda todo; no hay nada
que firme y ëstable sea.

Vorágine sin sentido,
órbita fallida acaso,
retorna sin haberse ido
con espléndido fracaso.
Figura de trazo henchido,
amplia, falaz como un cero,
que su diámetro reniega
con un ventarrón certero;
esta bóveda honda y ciega
es el universo entero.

Es un giro que inseguro
posee una gama variante,
retroceso hacia el futuro
en espiral desafiante.
Aún su viraje no auguro
ni adivino su silueta;
con norte fugaz deviene,
falsa maniobra, pirueta,
directriz que ruin mantiene
una inconstancia perpetua.

Intento seguir la estela
y al vórtice gris me asomo;
al erguirme con cautela
contemplar puedo este domo.
En sus fauces se revela
la ilusión que descarnada
las pupilas erosiona
y en su visión doblegada,
que al espacio distorsiona,
se muda todo; no hay nada...

De las estrellas el hado
su existencia misma anula
y muestra sólo el pasado
el resplandor que simula
un devenir descifrado.
Se consume luz febea
en infinito lamento
y en vano mi alma desea
al mirar el firmamento
que firme y ëstable sea.

vii
Para hallar del recelo los indicios
bastaría preservar de la memoria
la imprudencia banal que supletoria
instauró sus dominios vitalicios

sobre anhelos que sórdidos inicios
han marcado en empresas ilusorias
que fastidian y vagan, irrisorias,
en la mente: quimeras de los juicios.

Con falaz y burdo presentimiento
al carácter despoja de su fuerza
el engaño cernido como invento

que al presente mancilla y tergiversa;
se requiere anular tal sufrimiento,
pues al ahora temores lo dispersan.

viii
Alista, siempre en pos de lo que aprecia,
su escudo y su armadura, venturoso
viajero, combatiente valeroso
que entuertos laberínticos desprecia.

Acechan los peligros, cuya necia
postura el gladiador de vigoroso
talante, furibundo y contencioso,
enfrenta sin temor y los arrecia.

Valor de necesaria permanencia;
milicia temeraria y resistente,
dispuesta a recibir cualquier sentencia.

La gloria es en sus caprichos displicente;
del combate es el triunfo consecuencia;
la Vida es en sus afanes persistente.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXIV. PANORÁMICA

Blanco suspiro que silencios pliega
confidentes, febriles:
almas afónicas de vuelo obtuso
que murmullos estampan
en cristales anónimos;
lívidas voces desfasadas, yertas,
que deslizan en leves
márgenes roces de inconclusa seda,
parcos jirones que remiendan hilos
en esquivas persianas.
Alas, narcisos de nocturnas prendas,
plata que adhiere en su rondín las finas
norias, vestidos de caricia incrédula
en balcones suspensos;
límites negros los detienen, torpes,
parpadeos vacilantes
sobre insomnios y angustias,
paño y rumores en ventanas húmedas.
Mustio vapor que de los poros brota
e hilarante se impregna
sobre cuerpos unidos
en plural rendición;
velo que rasga pesadillas, miedos;
tálamo breve, en el cual tinta impregna
epilépticas líneas:
pálida virgen cuyas tenues gotas
desvarían un milagro,
éxtasis frágil que se plasma suave
en brumoso revés
de figuras exhaustas.

Lámpara oval cuyos destellos vagan
débiles, ciegos, por ocultos sitios;
rúbricas flojas que sugieren, miopes,
los rincones prohibidos
donde aguardan las lágrimas:
tibias burbujas que deslizan ayes
y diluyen amores,
pátinas blandas de barniz ambiguo.
Nítido globo, de soslayo ubica
y hemisférico señala
lisos tapices donde caen fragmentos
saturados e insólitos,
de la Luna posesos;
últimos ecos de la blonda lengua
que los cuartos menguantes
deja investidos con celajes claros.
Horas que afilan su badajo curvo,
viso pretérito que mudo vuela
y alza precisa su afilada punta
sobre muertos transcursos,
y desata mecánico
índice, roto en manecillas pérfidas
cuyo tiempo suspende
en desdicha la alcoba.
Llaves de hierro que en cerrojos gastan
su pesada cautela,
bronces que intrusos merodean pestillos,
óxido cubre sus antaños bordes
y suspenden incógnitas
necias, esquivas, en portales huecos,
con postigos y aldabas,
sórdidas claves que impedir desean
los difusos encuentros.
Cierzo que finge en olvidada acera
derramar azabache,
bucle sombrío cuya embriaguez etérea
flota, nostálgico refugio orondo,
libre de oníricas, ligeras máculas.
Cálido lecho, tan distante aprecia
los errantes anhelos,
almohadones vertidos.
Sábana idólatra que habita a oscuras
las visiones idílicas,
vanos baluartes donde anida un cénit
como lírica argucia.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXV

Sopor de verdes fauces, cuyo bostezo alfombra
con sonámbulos lotos la estática figura,
alabastro lunar que del insomnio nombra
en pozos nocturnos su tísica impostura.

Atónito, su espejo sin ángulos se asombra;
con precisión, musita blanco goteo y procura
en la gélida estatua firme esculpir su sombra,
mientras bajos azahares la atmósfera saturan.

Retienen las columnas fino nácar sin pulso,
de Venus simulacro; fúnebre mármol bello,
de pompa ornamental saturado y convulso.

La pila inmarcesible, de tacto y piel carente,
posee presidio fútil en circular destello,
insípido ante el rosa de la carne renuente.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXVI. EXTRAVÍO

Un desgarrador canino de la noche en la atmósfera cruje,
devora túneles y triza las pisadas como aullidos.
De mamparas huérfanas, las esquinas gruñen impotentes:
el fatídico tránsito sobre el adoquín se agazapa;
un nudo tumultuario derrapa en neumático hilo.
¿Tantas víctimas se fraguan en un rapto?
Los portales se cierran ante lo posible como una sola conjetura.

Un agónico trozo henchido de intrigas hurta las huellas,
borra en asfixias corruptas los dedos:
espasmo brutal que por las venas se coagula, síncope.
Multitud de cuerpos se disgregan: pólvora,
escarcha que censura lo negro y sus esquirlas.
Ocultas señales, tanteos del pánico invidentes,
de síntomas rabiosos hechos añicos, ejecutora explosión.

Aguardan al traidor por confidencias los baldíos,
hasta dilatar en féretros sus signos interrogantes,
exclamación de vísceras, muros acribillados por la tinta del fusil.
Han desahuciado al solar en cómplice tos y veneno,
donde los enclaves y barrancos arrebatan culpas,
y feroces tácticas y fórmulas conspiran.
En comisuras sangrientas retuerce el quejido su mortaja rugosa.
Luto que aísla, forzadas ausencias, sin testigos,
que los paraderos descartan y condenan a los folios, al anaquel helado:
elocución audible apenas, prófugo vocativo,
en morgue postrado, en pérdidas que se interrumpen;
vana, adversa hipótesis de quienes se ahogan
en un volver no consumado, en lánguida promesa del regreso.

Lo falaz, invento hilarante del desamparo, insinúa;
su plomo de índole disuelta irrumpe en las voces mutiladas.
En los bultos transgresores de sordas efigies,
un trágico memorial de postergación y duelo se conmemora;
la hiedra suplanta su consigna, los deja tullidos;
con el musgo infame como cabellos aún crecientes,
la hierba crece en los oídos, insepulta.
Acusan las aceras la marcha de cortejos marciales,
fúnebres estrategias, disolución, revólveres que asolan;
omisión absurda que sella el auxilio en una reja
y cuelga de un garfio cada mentira e impostura.

Desertores escupen los barrotes, las navajas del criminal;
pasos que se obstinan, cuestionan al rastro y lo persiguen.
Mientras, el desaparecido roe su búsqueda como si de un hueso se tratara.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXVII

Escinde en tajos fortuitos la espada
del Destino los avatares castos,
límpidos naipes de límites vastos
cuyo oro conforma asombrosa triada.

Brinda sueños el Rey de inesperada
solución, infantes plenos y fastos,
porfiados en su labor como bastos
que la Rueda sostienen encrespada.

Baraja Fortuna sus premios y ases,
y da la ilusión de gracias falaces
al rifar su ventura ineludible

en las cartas, de codicias impresas,
portadoras de peligros confesas,
donde nos arrojamos: fe temible.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXVIII. NEÓN

El dedal, escondite de los hilos morados;
alfileres sobre humo, cuchillo en la solapa;
temblorosas agujas son dardos suspendidos
en el pulso sin diana, cercado por la noche.

Porcelana de gusto nervioso, tedio amargo;
ahoga el café los ojos exhaustos, pusilánimes;
la tubería recorre un llanto de grifo, sorbo;
la moneda cae sorda por el piso de madera.

Sobre el viudo perchero trágicos se prolongan
giros de manivela, fouetté de bailarina,
que envejecidas manos desean tocar de nuevo:
acorde eternizado por vals de tocador.

Es trío de blancos cisnes las persianas nostálgicas;
cojo baile de piano, melodía solitaria,
por vacíos escalones baja deprisa, gris;
la madrugada escurre por quicios y ranuras.

Con un perfil que elude la mirada indiscreta,
desfilan las pisadas por débiles pasillos,
atajos de crímenes, sombreros y gabanes,
que pálidos deambulan, malévolos espías.

La lluvia forma charcos sobre paseos y nucas;
funerarias sombrillas dan brindis diminutos
por aceras y bancas, champaña melancólica,
cuyo goteo decora junios y marquesinas.

Claxon, fuga y delirio: secuencias de avenida.
Corre un neón cotidiano por bulevares rojos,
fúlgida indecisión a mitad de semáforo,
citadina ruptura: despedida a deshoras.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXIX

Huraña y marginal discurre el alma mía
y va en pos de lo bello, sin furia ni quebranto;
es su solo desdén portento y cortesía
que ahuyenta lo banal, la impotencia, el espanto.

Hace mi voluntad con franca alevosía
su diáfana encomienda de inigualable encanto,
pues libre me sucede con roja demasía
un torrente de amor, y venas entre tanto.

Dicta el deseo su propia abolición;
pronto a lo surgido con liviandad trasiego
en hoguera vivaz, gallarda combustión,

que retorna sin mancha del reposo de fuego
donde su potestad trasciende en emoción
que abrasa lo querido, para apartarse luego.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXX. PRISMA





© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXXI. INVENTARIO

Hallar la mayor incógnita de la humilde paloma,
su táctica de rombos elásticos, inocencia en plenitud;
engendrar, sin tocarla, la pluma invisible del milagro,
lecho consentido del cordero y su blanca profecía: ramas en cruz.
Regocijarse en los abanicos recién hallados por el colibrí,
escurridizas láminas que revolotean alrededor del ático y nos alivian,
páginas grabadas con un cincel oscuro de diván bajo tres llaves.
Dibujar auroras radicales e intrépidas sobre la palma,
insistir en galerías de encanto líquido que a los ojos aturdan
y hacer brotar de las farolas jilgueros en acordes y verano.
Recibir la anónima estampa del mirlo juguetón;
posar en el hemisferio de la sien, fotografía sin matices,
un lucero de papel, trazo de metálica pausa y devaneo,
pasaje de la memoria por donde se escabulle un frenético abrazo,
rayo que oxida la ventana, crucifijo del párvulo curioso, saludo impávido;
sitio donde tiemblan gallos despertares y gotean cornisas:
patio superior de la niña madrugada, légamo del amanecer.
Saltar con una palmada sobre el charco plañidero y roto,
fresca maniobra del talón, mensaje y rúbrica del derretido espejo.
Moldear un reposo en la lluvia del guijarro, cinturón de arcilla,
y abrir un hirviente canal entre relámpagos y nubes.
Roer el telégrafo donde salpican malos agüeros y aneurismas,
marcar el ágil disco del puente que fluye, demolido, bajo la casa,
recoger los latidos del arroyo y repartirlos entre los más viejos,
con la intención de devolverles el asombro en cada pupila.

Resbalar por las facciones lánguidas del estanque,
fósiles puños arrojar sobre sus inéditas aguas, borrosa tinta,
que marchitar gemelas barcas hará con saliva negra,
donde cien pozos escurrirán por un deseo de cobre y esperanza.
Del granizo su falda cotidiana y polar, recuerdo del paño,
vendar con grifos lacónicos, lágrimas para trazar veleros.
Distraer al cisne bautismal de sello y garbo indistintos
y robarle parábolas, lienzo y acrobacias: ballet a flote,
mientras libélulas habrán de escucharse explotar como lámparas de brea.
Ondear el paraje de alhelís en una tupida pestaña,
insistir en diurnos modales, manteles con gracia y ayunos de mimbre,
auspiciar del sonreír sus gajos fascinantes y coloridos,
cubos jugosos que adornar deben las tapias del huerto.
Emprender sabores esbeltos por el redundante Ecuador,
visitar los bordes vivaces de la vena madura del equinoccio,
estambre funambulesco bajo la U nutrida, bella.
Medir con las blandas yemas el hinchado molde de la aceituna,
imitar su prolongada corteza de caricias a intervalos
y preferir de su traje olivo los pliegues rojos, fecundos.
Mitigar la sed del árbol con limones columpios,
convivir bajo su sombrilla, con sílabas para imaginar
la época incierta de cualquier semilla, tiento generoso,
y probar de la comarca prohibida el fruto cuya piel sin edad
condenarnos puede al joven paraíso, que de dos en dos
nos ha de expulsar hacia el dilema del manzano, maestro del aula:
techo desorbitado de un hogar palpable y bienhechor.

En definitiva, venced al cerco de lodo, calabozo mediocre y ordinario.
Rehuid de la jaula confesa del púlpito, culpa cínica del prójimo.
Nada se esconde detrás del súbdito voceo y la rabia incisiva;
sólo impotencia recorre la polvareda del mentir, necia podredumbre.
Destruid el almanaque de la hazaña promiscua, de lo que pudo erigirse y jamás se consolidó.
Hay derroteros que aguardan todavía invención y paciencia.
Buscadlos, a pesar de la impostura vil, el oropel del avaro y el interés falso del usurero.
¡Sopesad la altura e inventad lo infinito!, que la poesía sabrá valerse por sí sola.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXXII. FRACTUS

Pulso de agua,
ventanal que fluye dormido
bajo la persiana del sauce triste.
Azulejo de vidrio donde límpidas celdas
aprisionan al día, la gota del mañana,
y colman los márgenes mudos del ser,
adelantándose al próximo rumor
que rebasa inerte la presencia de ríos
con un aire póstumo que parece ataúd.
Piedra que inunda almas,
respiro donde regurgita la angustia,
mientras en el fondo de este reino
duermes y silbas a la vez.
Da tumbos paralelos
en el vapor y la periferia
y aparta, con inaudito salto,
la noche del éxtasis, la profecía del sueño.

Resurge el cuchillo,
negra dentadura,
destello moribundo que hiere
y arroja desde lo profundo su asfixia,
honda bastarda del paisaje,
que arrastra lo inánime, el corazón.
Satura el vacío las manos,
mutila su pretensión de parvada,
el respiro dorado que elevarse pretende,
afán escondido bajo un tumulto de plegarias;
lastre, azar de regiones claroscuras e impedidas,
y aunque unas crezcan sobre la sien,
el caos se dispara en mil charcos de bruma y pavor.

Desaparece el ojo al acercarse,
lente que en fuga
dilata sus líneas pálidas
como el pernoctar de un búho.
Rodea la noche antes del declive.
Sórdido, nítido desmayo
sobre nubes irregulares,
repetidas bajo la sal,
que expulsa la fría palidez,
muerto flujo de venas últimas como remos
que se desploman: castillo de humo y verbo.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

XXXIII. UNÍSONO

XXXIII. UNÍSONO

De soporte sus hélices carentes
instauran diurna balanza de tónica
suspensa —cilindro libre y regente—
que visionaria abarca la hegemónica
esfera y sus simétricos agentes:
tubulares discos de luz armónica
cuya base a direccionar procede
un cardinal y perpetuo sucede.

Gira y revoluciona, sostenida
por la distancia entre sus elementos;
en equilibrio, hallándose erigida
sobre una nebulosa de cimientos
que la sostienen en indefinida
vorágine: sideral, blanco asiento,
donde fijar su trayecto dispuso
el tridente de centurias difuso.

Desliza en cruz el duodécimo domo
su cuadrado horizonte, albo bagaje,
de los signos últimos, viejo cromo
que despeña en su radical viraje
los opacos matices cuyo asomo
fatiga y bifurca el áureo celaje,
y carente de esplendor la atalaya
al real y augusto venero soslaya.

La inmediatez del deseo se proyecta
tan lúcida sobre el inmenso marco
donde enérgica afianza la selecta,
vívida convicción, de vidrio zarco,
donde el tránsito descarnado expecta
y oprime intenso los símiles arcos,
común frenesí situado en el podio,
borde primero, del fervor custodio.

Áurea joya que travesías condujo
por su acróbata, lisa condición;
simultáneo roce, trapecio influjo
de compleja y variada dimensión
que invisible, sin errar, se dedujo;
aunque sus dimensiones confusión
produjeron por ser incógnita una:
anillo sin circunferencia alguna.

Inmutable su primordial esencia,
Acto Primero donde no se agota
su básica forma ni su potencia;
distribuyendo por lindes remotas
su fastuosa y natural eminencia,
al Universo de fulgores dota.
Su estado no se altera en ningún polo,
y aunque falto de vacío, queda solo.

A exacto rumbo no aspira el diamante;
se detienen sus múltiples aristas
al impactar en miembros semejantes.
Un choque, parpadeo que apenas dista
del impulso un imperceptible instante;
génesis única que ordena y alista
la primer tendencia que desde dentro,
los átomos dirige hacia su centro.

Relámpagos, mayores en cercana
región, la brillante materia emiten;
menor cantidad en región lejana
se distribuye hasta llegar al límite
de la Cúpula, superficie plana
En su altura lo finito compite
y a medida que avanza, fatigado,
su cúmulo asienta, desperdigado.

Reposa la primera acción, implícita,
envuelta en la que débil es segunda;
propósito igual su expansión incita
y en estricta continuación inunda
con su linfa sucesiva y solícita,
que la atmósfera celeste fecunda,
y al agotar su materia difusa
desgasta su fuerza y culmina obtusa.

Parten desde un principio, no un origen,
ubicados en ciertas coordenadas;
muy diversas posiciones eligen,
que nobles hoy conforman sus moradas,
palacios estelares donde rigen
leyes de repulsión que coordinadas
expanden nítidos vasos y ostentan,
simétrico, al sino que los sustenta.

En la formal cuadratura se alude
al cóncavo símbolo de mesura
rígida que inexorable sacude
del transcurrir su cualidad futura,
donde la paciente lección escude
la Ley donde manifiesto perdura
el legítimo y sabio residente
que números asigna, consecuente.

Máxima cantidad en una recta
observarse podría, si se trazara;
abundantes congéneres, selecta
ascensión que por grados se contara,
forjando ilustre pléyade perfecta,
conjunción numerosa en altas aras.
Es portento, monótona secuencia,
onda que jamás varía su frecuencia.

Rotan en la periferia, veloces
—como nudillos gélidos y sólidos—,
inmensos cuarzos que lanzan sus coces
con movimientos ágiles, estólidos.
A su eje impulsan con imanes doce,
relevos sustantivos, claros bólidos,
de intrépidos giros que al acercarse
al núcleo comienzan a fusionarse.

Intervalos de tiempo se divisan
en la adición—sustracción que mantienen
los cuerpos, dinamismo que precisa
de constante duración y contiene
efímero vértigo, el cual irisa
la pompa majestuosa que deviene
en polvo sideral en la convulsa
extensión que fuera de sí lo expulsa.

Dichos sistemas cambian, en efecto,
en su conformación particular;
solamente en generales aspectos
hallarse puede causa similar.
Tal leiv motiv resulta predilecto
para su desarrollo conjugar,
pues es concisa fórmula que mide,
regula y la uniformidad impide.

Es imposible evitar que se encorven
las rutas de los mínimos conjuntos;
son atraídos por los gigantes orbes
que los arrastran a próximos puntos
y a sus fosfóricas masas absorben
en fundacional e inmanente asunto,
que al aglomerarlas causa vacíos:
enormes cápsulas, desiertos fríos.

Zarcillo saturnino de ilusoria
figura que al desplazarse se astilla:
doble artilugio, centrífuga noria,
en cuya distante y porosa orilla
una incisión se distingue notoria;
variable que amenaza la sencilla
estructura de la singular base
y la suspende en anómala fase.

Justo donde el vértice se sitúa,
leonino y patriarcal domina el astro,
ágata encorvada como ganzúa,
inmóvil y generoso alabastro,
cuya mayor longitud se acentúa
al percibirse en su interior el rastro
de célebres luceros que sagaces
se condensan y refractan en haces.

Tienden a cualquier dirección posible
las eclécticas elipses de gemas
que atraviesan ámbitos de inasible
acción, sin presentárseles dilemas,
tanto a su Voluntad incomprensible
como a la inercia misma del sistema,
en cuyos periodos vacilan densos
estados, a la dispersión propensos.

Duración y dimensión, los homónimos
de la dialéctica del Universo;
objeto y efecto se mezclan, anónimos,
en semblante de hemisferios converso
que supera los conceptos antónimos
y combina en Uno frente y reverso:
causas y consecuencias sin disputa,
diluidas en comunión absoluta.

Cristal redondo de iris transparente,
soplo fundido en espacial reposo,
diáfana visión de cuenca silente
húmeda fricciona en lapso poroso;
ahúma proyecciones varias en lente
recóndito que forma luminoso
la pálida aglomeración que asoma,
tangencial, una evasiva redoma.

Una línea se propaga y dirige
el trayecto, pletórico de curvas,
de las estrellas que airosas exigen,
convertidas en espléndida turba,
una escuadra que sus estelas fije;
aleatoria condición que perturba
de los rayos su corona inaudita:
aureola vana que en huecos gravita.

Ciñe con sus dos puntas y almacena
en su radio cinético los trece
astrolabios de temporal arena,
en los cuales un sello permanece
y efímero calor les brinda apenas:
crisol sideral que abrasa y fenece
con la plural materia, de contorno
frágil, que lenta se diluye en torno.

Se acumulan y brillan plenos soles;
se rinde el equilibrio y queda nulo;
giran en espiral de caracoles,
de satélites provenientes cúmulos,
absorbidos astros, rojos faroles,
que en el cénit depositan carbúnculos;
de la catástrofe inmensos presagios,
fenómenos caóticos son: adagios.

Bloque de secreta pulsación cauta
donde se teme el choque furibundo
que misterios confesar en su pauta
hiciera del porvenir en segundos,
para sumergirse en la sombra, nauta,
a un nivel de reflexión más profundo,
donde pueda develar espejismos
y responder enigmas con mutismo.

Hálito del Demiurgo solitario,
candor etéreo, suave bocanada,
dentro de un globo conforma sumario
cósmico de índole pura y dorada
que arroja la materia al incensario
de gris e insondable luz maniatada,
que los séquitos con humo lacera
y arroja al sepulcral abismo, fuera.

Sólo brota del surtidor menudo
turbia fuente que, matriz sempiterna,
sus giros en un túnel como embudo
posiciona, donde lo real alterna
y a los sentidos desvanecer pudo
en imagen de sabiduría interna,
que al reflejo de afecciones desdora
y pule con liviandad incolora.

Del proceso de disolución cunde
una renovada y análoga sede
que el espíritu del sino difunde
en sucesión que distinto concede
el orden, donde súbito transfunde
su linfa lo divino y azul accede,
después de abolir al oscuro prisma,
a la Bóveda, volcada en sí misma.

Eventual, la concentración deriva
en la variable del presente Arcano,
cuyo vector eleva la expansiva
lámpara pródiga, lucero ufano,
que reúne en su núcleo sola misiva:
perpetuar su candor en cualquier plano;
de las dimensiones, cuatro hologramas
formar a partir de Dios: anagrama.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

miércoles, 5 de agosto de 2015

Aclaración: Creé este blog con la intención de difundir mi incipiente obra literaria. Además, habré de compartir (sin ningún afán de lucro) obras de los siguientes géneros: poesía, narrativa y ensayo; tales textos serán de autores clásicos que me hayan dejado alguna valiosa enseñanza e influencia permanente.
Este blog está en "obra negra", así que con el transcurrir de los días iré publicando para darle más color.
Por acá dejo otra forma en la que pueden contactarme:

https://twitter.com/edgarloredo88