domingo, 30 de agosto de 2015

IX. ESTUARIO

Disipo en puños enérgicos las centrífugas aureolas
de la piedra contundente que reside en mí: sentencia de
mi mano ejecutora;
la ahogo con la absorta agitación del peso, atracción a ras.
Sin el vacío la pluma tarda, cede, pospone su derrumbe;
mas ¿yo?
Un ahumado chopo extraigo evasivo, con certeza,
y conmuevo en voluntariosos aros el caudal del río,
cuya tentativa se empapa de incesantes fugas:
cordones lánguidos que exaltan un balseo,
tenue regocijo de balsa, hundido en arroyos flamantes:
limo que reposa o espuma emergente en la cascada.

Si bien luciérnagas, por igual en el fango se evaporan;
aeróbicas manchas que suspenden en focos turbios sus centellas,
sus cápsulas circundantes, gotosas de sosiego.
Sobre la espesura inmanente del vado
recuesta el dorso las escamas que regurgitan su moho:
glauca, fétida, larva humedad,
subterránea; pero visible, de óptica hueca,
como el sudor que depara en monólogos esfuerzos.
Nítidos coágulos mundanos, anfibios quizá,
por arrastre chirrían como bisagras, se sabe.

Flojo entre las coyunturas, acústico grifo,
a borbotones emulo al pantano donde se filtran,
parásitas, ciertas copas: parajes oblicuos, hongos.
Y la inmundicia de las riveras se enclava
en el designio de raíz inaccesible, salitrosa,
arremolinado en el éter, en los flemáticos transcursos.
Comarcas en fin, suceden atisbos; yo, entre tanto,
formulo lo primigenio.
La transparencia de lo estático se deduce,
arroyo propicio, continuo, de fluvial enfoque;
y me reanudo en las ondas,
en los orígenes de cíclicas improntas cundo
y la saliva que abandono en el croar de los charcos,
afina mi voz, alejándola.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

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