domingo, 30 de agosto de 2015

XXVI. EXTRAVÍO

Un desgarrador canino de la noche en la atmósfera cruje,
devora túneles y triza las pisadas como aullidos.
De mamparas huérfanas, las esquinas gruñen impotentes:
el fatídico tránsito sobre el adoquín se agazapa;
un nudo tumultuario derrapa en neumático hilo.
¿Tantas víctimas se fraguan en un rapto?
Los portales se cierran ante lo posible como una sola conjetura.

Un agónico trozo henchido de intrigas hurta las huellas,
borra en asfixias corruptas los dedos:
espasmo brutal que por las venas se coagula, síncope.
Multitud de cuerpos se disgregan: pólvora,
escarcha que censura lo negro y sus esquirlas.
Ocultas señales, tanteos del pánico invidentes,
de síntomas rabiosos hechos añicos, ejecutora explosión.

Aguardan al traidor por confidencias los baldíos,
hasta dilatar en féretros sus signos interrogantes,
exclamación de vísceras, muros acribillados por la tinta del fusil.
Han desahuciado al solar en cómplice tos y veneno,
donde los enclaves y barrancos arrebatan culpas,
y feroces tácticas y fórmulas conspiran.
En comisuras sangrientas retuerce el quejido su mortaja rugosa.
Luto que aísla, forzadas ausencias, sin testigos,
que los paraderos descartan y condenan a los folios, al anaquel helado:
elocución audible apenas, prófugo vocativo,
en morgue postrado, en pérdidas que se interrumpen;
vana, adversa hipótesis de quienes se ahogan
en un volver no consumado, en lánguida promesa del regreso.

Lo falaz, invento hilarante del desamparo, insinúa;
su plomo de índole disuelta irrumpe en las voces mutiladas.
En los bultos transgresores de sordas efigies,
un trágico memorial de postergación y duelo se conmemora;
la hiedra suplanta su consigna, los deja tullidos;
con el musgo infame como cabellos aún crecientes,
la hierba crece en los oídos, insepulta.
Acusan las aceras la marcha de cortejos marciales,
fúnebres estrategias, disolución, revólveres que asolan;
omisión absurda que sella el auxilio en una reja
y cuelga de un garfio cada mentira e impostura.

Desertores escupen los barrotes, las navajas del criminal;
pasos que se obstinan, cuestionan al rastro y lo persiguen.
Mientras, el desaparecido roe su búsqueda como si de un hueso se tratara.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

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